9 ene 2011


Zapatero, rey de los estuardos

Carlos Sánchez

Uno de los momentos estelares de la humanidad -que diría Stefan Zweig- se produjo en 1688. Aquel año fue derrocado el manirroto (y cruel) rey inglés Jacobo II por una confluencia de conspiradores que se rebelaron contra el poder absoluto del monarca.

La Revolución Gloriosa se recuerda como el nacimiento del parlamentarismo y el ocaso de un sistema de gobierno que permitía al soberano gastar ingentes cantidades de dinero sin control alguno, la mayoría en guerras inútiles. Desde entonces, los sistemas democráticos han pretendido con mayor o menor fortuna hacer valer el viejo principio: No taxation without representation. O lo que es lo mismo, no hay impuestos sin democracia. Quien paga manda, que diría un castizo.

Los gobiernos están obligados a presentar cada año sus cuentas anuales y a revelar en qué gastan el dinero de los contribuyentes. Pero a medida que ha progresado la democracia, los sistemas de control se han perfeccionado, aunque también habría que decir que en otros casos se han envilecido. La fragmentación del poder -al menos en teoría- ha pretendido crear un sistema de representación política que exige la existencia de contrapoderes capaces de neutralizarse mutuamente en el ejercicio de sus funciones. Precisamente, para evitar que uno sólo o varios de ellos configuren un sistema oligopolístico.

No es desde luego el caso de España. La tendencia a la concentración del poder en manos de unos pocos ha desvirtuado tanto el sistema democrático que bien podría decirse que estamos ante una especie de partida de mus en la que apenas caben cuatro jugadores.

La hiperrepresentación de los partidos políticos ha acabado por configurar un panorama desolador. El funcionamiento de las cajas de ahorros (la mitad del sistema financiero), de las empresas y sociedades públicas, de las universidades, de los órganos reguladores, de los tribunales, de las instituciones culturales y hasta la elección del último concejal del pueblo más pequeño está condicionado de manera determinante por decisiones que se toman en Ferraz o en Génova, los últimos herederos de la dinastía Estuardo. Aquella que fue derrocada por el avance de la Revolución Gloriosa.
Los elevados endeudamientos, por lo tanto, no son sólo un problema de naturaleza económica -lo más evidente-, sino que además inciden en el corazón del sistema democrático.

Hete aquí, sin embargo, que la presión de los mercados ha obligado a algunos gobiernos a ‘desnudarse’. Y eso ha permitido conocer con toda su crudeza información estadística que en otro contexto hubiera costado años y hasta varias preguntas parlamentarias. El Tesoro Público, por ejemplo, ha tenido que reconocer en la página 51 de este documento que este país está endeudado hasta el año 2041, lo cual pone de relieve hasta qué punto decisiones de gasto que se toman hoy condicionan el futuro de los ciudadanos. No sólo el más inmediato sino también el más lejano.

La cuantía de las deudas a pagar ese año no es, desde luego, irrelevante. Dentro de tres décadas habrá que devolver más de 22.000 millones de euros que el Estado ha tenido que pedir prestado a los mercados para mantener artificialmente un nivel de vida de sus ciudadanos que ahora se desmorona por culpa de un sistema productivo agotado. Otros 18.000 millones habrá que devolverlos en 2037 (capital e intereses), y así hasta los 537.559 millones de euros -la mitad del PIB- que es lo que debía el Estado (sin contar administraciones territoriales o empresas públicas) hasta el pasado 30 de noviembre.

El hecho de que un gobierno pida dinero a tan largo plazo no es necesariamente equivocado. En algunos países hay incluso emisiones a 50 años. Tampoco yerra quien hace presupuestos plurianuales, lo que es coherente con la necesidad de realizar grandes inversiones que necesariamente no se pueden pagar en un solo ejercicio. Pero al margen de estas consideraciones lo que es evidente es que el endeudamiento a largo plazo más allá de lo razonable exige renovar en cada momento el contrato social intergeneracional. Claro está, si lo que se pretende es gobernar de forma democrática. Y en este sentido, parece que este principio se ha roto con la existencia de altísimos endeudamientos a muy largo plazo que hipotecan la capacidad de maniobra de los futuros gobernantes.

El caso del ayuntamiento de Madrid es el más evidente. El alcalde Ruiz-Gallardón ha dejado a su sucesor (probablemente él mismo) un agujero de 7.134 millones de euros que deja sin margen de maniobra alguno a futuras administraciones, lo cual es profundamente antidemocrático. Su caso no es desde luego el único. Como ha puesto de manifiesto el historiador Harold James, el proceso de endeudamiento desmedido evoca a la última revolución financiera, que rompió el vínculo entre gobiernos representativos y finanzas públicas. Los gobiernos echaron mano de derivados e instrumentos financieros opacos para camuflar la verdadera dimensión del gasto público, lo cual denigra los sistemas de control parlamentario.

Los elevados endeudamientos, por lo tanto, no son sólo un problema de naturaleza económica -lo más evidente-, sino que además inciden en el corazón del sistema democrático. Pero no parece que esto preocupa. El Gobierno Zapatero, con una exigua mayoría parlamentaria que le exige gobernar a salto de mata, llevará la deuda pública a niveles históricamente elevados que deja sin herramientas de política económica a futuros ejecutivos.